A mi hijo...
Este es un escrito que hice para mi hijo menor Santiago cuando supe de su llegada. Nació en 2002.
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Tan viejo como la vida y tan vigente como el tiempo, este sentimiento renueva su intensidad casi al mismo instante en que comienza a latir el pequeño corazón del nuevo ser. Latidos que se confunden en la oscura privacidad de su morada, con los maternos, motores de vitalidad para su desarrollo, marcando un ritmo que lo acompañará desde el inicio mismo de su vida. Esa melodía única e inconfundible, será su canción de cuna preferida cuando repose sobre el pecho que lo cobija, llenándolo de paz y tranquilidad.
Le agradezco a Dios el haberme dado nuevamente la oportunidad de experimentar este inigualable sentimiento. En él, renuevan su vigencia conocidas sensaciones, muchas veces postergadas por la frivolidad de lo cotidiano, que nos sumerge en el pecado de no darles la importancia que realmente deben tener en nuestra vida.
Me refiero, por ejemplo a la alegría; esa alegría desbordante que pasa a ser nuestra fiel compañera de cada uno de nuestros días; a la felicidad, que nos invade con su inmensa sensación de bienestar, sacudiendo la pereza de nuestro corazón para llenarlo de renovadas ganas de disfrutar la vida. Pero por sobre todas las cosas, me refiero al amor; al amor en su mas pura expresión; ese amor que nos puede hacer sentir su imponente presencia, en la suavidad de una caricia, en lo profundo de una mirada o en la ternura de un beso.
Cuando llega la noticia de que vamos a ser padres, una explosión de sensaciones invade nuestro cuerpo y quieres compartir ese sentimiento con todo el mundo. Después, cuando pasa esa primera euforia descontrolada, entramos en una etapa mas serena, donde se toma plena conciencia de la importancia de lo que se está viviendo y esa felicidad se empieza a disfrutar de otra forma. Es entonces cuando tu cabeza es invadida por preguntas y miedos, que te acompañan durante el largo recorrido que se transita hasta llegar a esa realidad palpable que es el alumbramiento, sin lograr que esto empañe el torrente de emociones que significa ver crecer cada día el vientre de la mujer que se ama, cobijando el mayor de los tesoros que ese amor les puede regalar.
La ansiedad te llega a desesperar; las horas parecen días, los días semanas, y cada mes se transforma en bufón del tiempo, que con insolente descaro se burla sin piedad de tu impaciencia. La espera, en un contraste absurdo entre sueños y realidades, recorre su lenta agonía de casi nueve meses, atrapada en la inconsciente memoria del tiempo.
La incertidumbre, con la complicidad de una sospecha, ayuda a que la mente explore una realidad virtual de imágenes diseñadas a nuestro propio gusto, jugando a imaginar la apariencia, el sexo y cada uno de los detalles de ese nuevo y maravilloso ser.
No tengo dudas de que todo esto es parte de un gran milagro; un milagro de Dios, un milagro de la vida, un milagro del amor.
Espero que algún día, cuando mi propio hijo pueda leer este escrito, comprenda lo que me está pasando en este momento y lo que siento antes de su nacimiento; que sepa cuánto amo a su madre, el amor con que esperamos su llegada y todo el que tenemos para regalarle por siempre.
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